sábado, 1 de septiembre de 2012

Libros Que deberían estar en mi Habitación


Hola nuevamente! Aquí estoy después de mucho tiempo. No para actualizar pero sí para “rellenar” mí vacío blog.
Hace mucho tiempo atrás había pedido un libro en una biblioteca; un libro que se robó mi atención porque en la portada se podían apreciar cuatro hermosas piernas entrelazadas las unas con las otras. Cuando lo vi me enamoré, pensé de forma inmediata que eran dos hombres, pero al comenzar con la lectura noté que estaba equivocada, se trataba de dos chicas; dos amigas para ser exacta. Como en esos días —o tiempos— no me interesaba, para nada, leer cosas de chicas lo devolví. Ya luego, de dos o tres meses, me interesé de forma impresionante. Busqué ese libro por todas partes y no estaba, nunca más llegó a mis manos. Ahora me dedico a buscarlo por internet pero sin lograrlo, sólo me queda juntar moneda por moneda hasta lograr comprar el libro original.
Titulo : Dos Iguales
Autor : Cíntia Moscovich
Advertencias : Narrativa Erótica
Páginas : 232
Sinopsis : El amor exige expresión>>, reza el epígrafe de Dos iguales”, y esa frase, con la que concluye también el lirbo, preside esta historia, que precisamente relata una historia de amor entre dos mujeres, uno de esos amores que, en palabras de Oscar Wilde, no osa pronunciar su nombre.
La novela arranca cuando Clara, una adolescente, se siente profundamente atraída por su mejor amiga, Ana, y se sabe correspondida. La pasión que surge entonces, marcada por la perplejidad, el miedo y las dudas pero también por el descubrimiento de nuevos sentimientos y placeres, se añade el choque cultural, pues Clara pertenece a la comunidad judía de Porto Alegre, y ese amor no tarda en perturbar la estabilidad de su familia. Cuando Clara se sale de esos esquemas, se vuelve doblemente transgresora. Mientras Ana se autoexilia en París, Clara penetra poco a poco en los umbrales del mundo adulto, complejo y sutil, en Porto Alegre. Como una terrible maldición, el amor y el desamor, el acercamiento y la huida, acecharán siempre a ambas, en particular en los momentos cruciales de sus vidas.
Información complementaria
Dos iguales
Con esta idea, la de que aquello era un hecho consumado, subí las escaleras para ir a las clases de la tarde. Llegué con la mejor cara que pude. Era martes y tenía que terminar el pequeño periódico. Aninha se quedaría conmigo, me avisó tímidamente en cuanto me vio subiendo la escalinata que daba acceso a la escuela. Cuando sonó el timbre que anunciaba el final de las actividades del día, fuimos las dos a la sala de la asociación de estudiantes. Incapaz de articular una frase razonable, me coloqué ante la máquina de escribir. Recordé mi máscara: debía ser superior. No era capaz de mirar a mi amiga, me faltaba el valor. A pesar de sentirme acobardada, la ansiedad fue mayor y abordé el asunto:
Aninha, ¿qué está pasando? ¿Hay algo que no funciona entre nosotras?
A lo mejor hay algo que funciona muy bien, ¿quién sabe? ¿No te has dado cuenta todavía?
Odiaba aquellas respuestas-pregunta que ella pronunciaba con aire de superioridad. ¿Darme cuenta de qué? ¿Qué era lo que ella sabía y no me revelaba? ¿Cuál era ese gran misterio que su mente superior ya había desvelado? Me di la vuelta, con la artillería pesada preparada. Ella estaba de pie cerca de la puerta, cabizbaja. Vencida. Me miró en el alma, una mirada de dolor, una mirada de tregua, y entonces oí:
Clara, te quiero. No puedo resistirlo.
Lo comprendí. Napalm en mi corazón. Sin pensarlo siquiera, repliqué:
Yo también.
Ella aprovechó el segundo de susto que me provocó mi propia afirmación y, cobardemente, disparó:
¿Y ahora qué hacemos?
Cerró la puerta tras de sí y a continuación echó la llave. Me senté en el borde de la cama. No hacía ni media hora que habíamos estado jugando a las preguntas en la sala de la asociación de estudiantes. Increíblemente, fue ella quien puso término al dilema. Como yo no respondía lo que ella quería oír, cogió los libros y salió, diciendo que iba a pensar sobre el asunto. Puro teatro. Ni siquiera llegué a sentirme sola y ya la puerta se abría nuevamente. Aninha había vuelto. Como si fuese una actriz que tiene el privilegio de entrar en el camerino y cambiar de ropa y de expresión, como si fuese capaz de incorporar a otro personaje, ahora ella había transmutado el dolor del rostro en una expresión divertida:
¿Vas a hacer ahora como el perro que ladra hasta perder el aliento y que, cuando el coche se detiene, no sabe qué hacer?
No, no me iría con el rabo entre las piernas, no desistiría de ella. Yo tenía que saber, tenía que probar. Por eso, cuando me tiró de la mano, sugiriendo que la acompañase, cedí. Hasta hoy, no recuerdo cómo eché la llave a la puerta del local de la asociación de estudiantes. Cogimos el autobús con destino a la casa de la Rua Auxiliadora.
Fuimos, y allí estábamos. Aninha se sentó a mi lado en la cama individual. Me sujetó las manos con una dulzura que era de ella, que siempre había sido de ella. Me miró largamente, me miró intensamente con sus ojos verdes. Con la punta del dedo índice, dibujó el contorno de mi rostro, extendiendo allí la mano. Sentí el leve contacto, entendí que ella intentaba atraerme hacia sí. Mi amiga se acercaba y... me besaría. No opuse ninguna resistencia. ¿Por qué iba a resistirme? Cerré los ojos y sentí su olor, el olor bendito que jamás había sentido tan cerca. Me deleité con su respiración, su aliento muy próximo a mi rostro. Pero algo me ocurrió, se me pasó por la cabeza que no sabía cómo continuar.
¿Cómo iba a besar a Aninha?
Un mero detalle técnico. Hasta entonces yo sólo había besado a una persona en toda mi vida. Por cierto, había sido un chico al que ni siquiera conocía. Fue en una fiesta de largo. Vino hasta mi mesa, me invitó a bailar y me llevó a la terraza. Disimuladamente, pasó una mano por mis pechos y yo me dejé hacer. Sabía que él me besaría, y, de hecho, así fue. Yo le correspondí, procurando aprender cómo era aquello. Cuando sentí el volumen del interés del chico, me aparté. Me acordé de que los chicos decían que, cuando la cabeza de abajo se levanta, la de arriba no piensa. Me di cuenta de que era todavía peor, que cuando las bragas de las chicas se mojan, ninguna de las tres cabezas sabe lo que se hace. Antes del colapso de la última sinapsis de la última neurona, me disculpé y corrí hacia la seguridad de mi mesa. Pero eso, la historia de mi primer beso, no tenía importancia. Suavemente, el mundo perdía solidez en el breve momento que precedió a aquel beso, el beso de Aninha. Me invadió la idea de que besaría a alguien con sinceridad. Ella era mi primer amor. Lo intuía. Lo quería. Siempre con los ojos cerrados, entreabrí la boca aguardando el encuentro y sentí que me excitaba, que me excitaría todavía más, y fui feliz. Aquel primer beso fue minúsculo, sólo los labios se tocaron. No quería abrir los ojos, pero por nada del mundo me iba a perder la cara de mi amiga en aquel instante. Miré a Aninha, que, con los párpados levemente cerrados, inspiraba todo el aire de la habitación. Parecía que una nube de placer le entraba por la nariz y la poseía por entero. Besé a Aninha con voluntad, con deseo. La besé con amor. La abracé y la atraje hacia mí, queriendo su saliva, queriendo cada uno de sus poros. La quería cómo la quería entera, quería incluso su alma, si eso fuera posible. Recorrí los caminos de su rostro y de su cuello con la boca, sorbiendo, comiéndole la piel. En un instante las dos estábamos embriagadas, las manos paseando por los cuerpos, aturdidas por tantas y tantas prendas de vestir. Nunca hubiera imaginado que su piel pudiese ser tan suave. Ella era una fruta. Mi amiga se apartó de mí y se sentó sobre los tobillos, riéndose todavía de mi comparación. Se despojó de la blusa y el sostén, y los pechos saltaron blancos e inmensos. Los senos de Aninha, redondos, perfectos, me esperaban. La imité, me despojé de mis ropas. El éxtasis de la novedad nos paralizó por un instante, las dos admirándonos en la desnudez. Nos abrazamos, experimentando el placer de tocarnos con nuestra piel. Yo nunca me había acostado con nadie, y era totalmente consciente de que aquella sería, para siempre, mi primera vez. Nos quitamos los vaqueros, desnudándonos mutuamente. Las piernas de Aninha, robustas; el sexo de Aninha, oscuro. Se tendió a mi lado, pegando su cuerpo al mío, abrazándome con todos los brazos y las piernas del mundo, y lo que yo percibía era el algodón de que ella parecía estar hecha, así de blanca, así de leve. El contacto me deleitaba, era como si me rozaran todos los ángeles. No sabía qué vendría a continuación; sólo quería aprovechar aquella confusión de candor y desesperación. Aninha, los labios húmedos, me acarició los senos con una ternura de pájaro. Me estremecí, descubriendo escalofríos de placer. Imité esa caricia en ella, conmovida, amando aquellos senos con devoción. La abracé, descansando un instante en el busto de leche tibia. Se tumbó encima de mí, enlazó mi pierna derecha con las suyas y percibí, mojada y caliente, la excitación que yo también sentía. Enroscada en mí, apretándome como unas tenazas de fuerza desconocida, comenzó un movimiento de vaivén, rozando casi con ferocidad su sexo contra mi muslo, y supuse que así era como lo hacían dos mujeres. Aninha se masturbaba en mi pierna, la respiración alteradísima, llevándome consigo. Me sentí paralizada, el mundo entero estaba paralizado, y lo único que se movía era ella. Comprendí que yo podía hacer lo mismo, una de sus piernas estaba entre las mías. Repetí el movimiento sincopado y, de vez en cuando, recibía en la boca besos que eran, imaginaba, los vínculos con la divinidad. La vida me daba su aliento a través del hálito de Aninha. Ya me faltaba el aire y sentí que iba a correrme. Ella susurró que me calmase, que la siguiese; me decía qué tenía que hacer, y me pareció que su instinto y su intuición habían alcanzado el grado máximo de agudeza. Mi amiga buscaba saciarse y encontraba la calma. Yo, más impaciente, quería el orgasmo que estaba allí, muy cerca, acumulado en mi vientre, casi doliéndome en la barriga. Ella me pedía que todavía no, que recordase que yo no estaba sola, que estábamos por fin juntas y que no había que tener prisa. La escuchaba y entendía que la prisa es para los solitarios, para los que agonizan, aislados, sin el eco del placer. Creo que fue ella quien me dijo eso. Nunca entendí cómo Ana era capaz de hablar en un momento así, pero ella me decía que siempre había querido estar así y que siempre había pensado que teníamos que excitarnos juntas. El hecho de que ella estuviese conmigo no significaba tan sólo que yo no estaba sola, significaba que yo siempre había querido estar así con ella. También aprendí que el gran secreto era sentir placer en proporcionar placer. El placer se convirtió en una dádiva de vida. Yo la amaba, eso le dije, y Aninha me hizo callar con un nuevo beso, mientras continuaba el movimiento rítmico. Me miró, apoyada en las palmas de las manos, y me pidió que fuese consciente de que, en aquel momento, éramos dos mujeres amándose, y que jamás dos personas podrían ser tan iguales. No sé de dónde sacaba esas ideas, pero me ayudaba oírla, y oírla me excitaba aún más. Ella me hacía feliz. Balbució que me amaba. Cuando oí eso, me estremecí. La apreté contra mí todo lo que pude, mis pulmones se llenaron y no volvieron a vaciarse, todos mis músculos se robustecieron de un modo que se me antojó extraordinario. Aquél era el límite al que un ser humano podía llegar. Por un instante, sentí que estaba lejos de mí, y me vi a mí misma retorciéndome en espasmos de puro placer, mi vientre vaciándose en ondas. Traicioné a Aninha, no pude contenerme, me corrí antes que ella. Cerró los ojos, se mordió los labios en una expresión de sufrimiento, aunque yo sabía muy bien que no sentía dolor. Después supe que también había dolor, que el alma se obstina en escapar porque ya no quiere caber en el cuerpo, como en un rezo. Ella se retorcía, los pechos en mi rostro, el ritmo acelerado del movimiento. Aninha alcanzó el orgasmo en medio de un beso.
Con una diferencia de pocos instantes, nuestras almas se fueron y regresaron a nuestros cuerpos.

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