lunes, 24 de septiembre de 2012

Tsunami


¡Hola, ¿cómo están?! Já, espero que estén bien. Yo aquí escribiendo después de un día agotador en el trabajo. Tenía ganas de escribir desde el mismo día domingo, pero, lamentablemente no me di del tiempo para hacerlo.
El día sábado, junto a mi grupo de amigos, nos habíamos alistado para irnos a un evento de anime. Llegamos aproximadamente a las doce del día, y ya la fila era de unas mil personas. El antro tenía espacio, estimado, para unas mil quinientas personas, pero dentro de él había alrededor de dos mil setecientas personas. ¡Imagínense como estaba de apretado ese lugar! ¡Muy apretado! Siquiera cabía una mosca dentro del antro, por ello, mi amiga agarró su billetera y nos invitó al parque de atracciones más cercano. ¡Fantasilandia! Yo sólo he ido dos veces a ese lugar, una fue durante el dos mil once y la segunda fue ese mismo día sábado.
Cuando llegamos al lugar, nos subimos a un juego llamado “Raptor”, es bastante adrenalinico. Siempre me deja con el estómago en la garganta y el corazón en la mano. (XD)
Como hacía un calor de los mil demonios nos fuimos a subir al siguiente juego; Tsunami. Y he allí el motivo de esta nueva entrada.

Es un juego sencillo. No tiene mayor emoción; es un pequeño bote de una capacidad máxima —creo— de veinte personas, baja una caíd de dieciséis metros de altura para  expulsar una ola de agua que moja a las personas que ya salieron del juego y caminan por un puente —obligatoriamente—.
Debo admitir que mientras el bote caía, yo sentí que mi cuerpo se iba hacía adelante. Pensé, por un momento, que caería de él y este me aplastaría como a un gusanito. (LOL) No pasó, claro está. ¡Al sentir el “splash”! un montón de agua saltó y mojó a una cantidad moderada de gente. Me reí de ellos, porque yo quedé como si nada; completamente seca. Nos bajamos del barco, reíamos y comentábamos la sensación que sentimos en el momento de la bajada. Caminamos alegres por el maldito puente que nos lleva a la salida del juego y sin darnos cuenta, bueno, en realidad sí nos dimos cuenta, cayó el otro bote. Corrí hasta el puente para ganarme allí y que la pequeña ola me mojara. Nunca pensé que la pequeña ola se transformaría en “La pequeña ola”.

Fue una sensación extraña; primero, todo se detuvo ¡sí, de verdad! Todo se quedó quieto, no había sonido, no había movimiento, ¡No había nada! Sólo espuma blanca que se produjo cuando el bote se estrelló contra el agua del fondo. Ésta se levantó ferozmente y atacó a todos en su camino.
Poco a poco la espuma que pareciera haberse congelado fue tomando velocidad, el sonido que había desaparecido fue en aumento, hasta que ¡Plash! No vi nada más que mis pies, los cuales estaban muy húmedos, en realidad estaban empapados. ¡Lo único que se salvó de aquella tremenda ola fue parte de mi espalda! Si hasta la ropa interior se me mojó.
Quedé empapada, fue gracioso y terrible. Porque durante todo el resto del día permanecí húmeda, y el domingo amanecí resfriada. ¡Fue divertidamente terrible!

Bien, eso sería todo por hoy. No tengo nada más interesante qué contar. Espero les haya gustado, es corto, aburrido y mal redactado, pero sólo quería compartir esto que siento.


¡Un beso a la Seiren, y por favor, no olviden comentar!


miércoles, 19 de septiembre de 2012

Cigarros




Tenía pensado escribir un oneshot. Y como siempre puse mi song favorita y preparé un poco de café. También encendí un cigarrillo.
Le di dos caladas y lo dejé apoyado en el cenicero para lograr acomodar mi cuerpo en la silla y así sentir la “inspiración” correr desde mi cerebro hasta la punta de mis dedos. Como eso no pasaba solté un suspiro y sin querer boté mi cigarrillo. Éste cayó sobre el escritorio, rodó hasta caer en mi pierna y luego cayó al suelo. Me levanté de la silla rápidamente y sacudí mi pantalón, pero la ceniza caliente ya había quemado mi ropa y piel. Fue algo rápido, pero bastante doloroso, aún duele y mucho. Maldecí un poco y me agaché a recogerlo y fue así que la inspiración para escribir oneshots se bloqueó automáticamente y sólo pude pensar en una sola cosa; maltrato.

En fin… El motivo del porqué publiqué esto y no el supuesto Oneshot que haría, fue porque, ¡Uno! Nunca logré escribir todo lo que mi mente dictaba de forma desordenada, no supe darle orden ni mucho menos supe darle forma(xD) y ¡dos! Porque apenas y me quemé la piel con aquel maldito cigarrillo pensé instantáneamente en el dolor que deben sentir esos miles de niños que son maltratados por sus padres, padrastros, familiares, abusadores, etcétera. En más de un caso se ha oído que la mayoría de los maltratadores gozan al quemar la piel del menor con cigarrillos. Y no tan sólo una vez, no, queman una y otra vez la piel del menor en diferentes partes —extremidades superiores, inferiores; pecho; abdomen; rostro; incluso genitales—. Si el roce de aquel cigarro me causó tanto dolor, incluso sobre la ropa, no puedo ni imaginar el dolor que deben de sentir esos niños.

Que pena, ¿no?
Lamentable, pero bueno, ese fue mi aporte por el día de hoy. No suelo subir cosas “interesantes” pero me gusta compartir lo que mi mente trata de expresar. No me queda bien, pero me esfuerzo.

Saludos a todos y no olviden comentar.
¡Besos, Seiren! 

martes, 18 de septiembre de 2012

Clandestino Capítulo 2: El Pasado de Alex Stefannovish


II
El pasado de Alex Stefannovish

Él sabía muy bien cuál era su rol en la familia Stefannovish. Una familia de clase que no podía permitir ninguna aberración que manchara su imagen. No después de lograr ser una de las cuatro más importantes y ricas del país, tener en su poder varias compañías tanto nacionales como internacionales. Alex tenía muy claro su roll como heredero. Por ello decidió oprimir todo tipo de sentimientos hacia las demás personas, concentrándose en un solo punto; ser el mejor empresario y el sucesor más capacitado para el apellido de la familia.
—Enserio, mamá… ya no quiero nada de esto —decía cada día que terminaba su turno en la empresa y volvía a casa, específicamente a la habitación de su madre.
—Vamos, mi amor, no puedes flaquear ahora que eres todo un hombre.
—Sinceramente creo que todo esto me está superando, mamá.
—No debes rendirte, querido, eres lo bastante fuerte como para soportar esta carga. Yo sé que saldrás adelante amor.
Alex sentía que para sus veintitrés años de vida él ya había vivido todo lo que un hombre de cuarenta.
Él era el primogénito de la familia, había terminado sus estudios en la mejor universidad del país; a la edad de dieciocho años contrajo matrimonio con Nelly Gavioli, una joven de origen italiano de su misma edad; su primer hijo, a quien bautizó como Carlos Stefannovish, nació apenas él cumplió diecinueve años. Christian nació un año después.
—Cariño, tienes dos hijos que dependen de ti y de tu desempeño dentro de la empresa, que muy pronto pasará a tus manos —continuó alentando su madre sin dejar de bordar una enorme “S” en una de las puntas del pequeño pañuelo color blanco que tenía sobre sus piernas.
—Lo sé, mamá —el joven tomó asiento a los pies de la cama para desde allí observar atento los azules ojos de su madre—, sé que tengo dos hijos, sé que de depende que todo esto siga en pie. Todo eso ya lo sé, mamá, pero me supera. De verdad que sí.
—No te gusta, que es muy diferente —sonrió quedamente observándole de reojos.
—Exacto, no me gusta administrar la empresa, desde el principio nunca me gustó, me agota y estresa. —Alex endosó una abrumadora sonrisa y agregó con melancolía—; Usted sabe, mamá, que yo tengo otras aspiraciones.
—Tienes que aceptarlo, amor.
—Lo sé, papá no aceptaría mi renuncia.
—Correcto.
Así era como Alex mantenía largas y afables conversaciones por las tardes con su amada madre. Eran tan sólo dos horas las que él se permitía estar con ella antes de volver a su casa y disfrutar del resto del tiempo con su esposa y dos hijos. Todo para él no era más que una monótona rutina. Hacía lo mismo una y otra vez a excepción de los domingos. Ese día estaba obligado a ir a la capilla para escuchar la palabra de Dios. No odiaba aquellas largas reuniones, ni mucho menos odiaba a Dios o a sus leyes, a él simplemente le hastiaba tener que perder el tiempo sin hacer algo productivo en aquel pequeño y agobiante lugar.
Cuando volvían a casa, Nelly preparaba la comida mientras él dedicaba algo de tiempo a sus hijos; jugaba con ellos o simplemente los hacía dormir. Ya por las tardes preparar los informes y discursos que presentaría durante las reuniones de todos los lunes. Típicas reuniones en las que se juntaban algunos personajes importantes para discutir cosas que para él no valían la pena. Nada tenía sentido, él tenía un destino escrito y no podía escapar, “estoy harto”, pensaba día y noche, hasta que cierta jornada en aquellas imprevistas reuniones de los viernes, apareció el hijo del segundo accionista más importante de la empresa. Su nombre era Edwards Frauscherf, de veinticuatro años, nacionalidad chilena de padre alemán y madre española. 
—Un gusto —exteriorizó el joven minutos después de que terminara la reunión.
—El gusto es mío, joven Frauscherf.
—Sólo llámame “Edwards”, Por favor.
—Bien… el gusto es mío, Edwards —sonrió espontáneo al pronunciar su nombre—. No sabía que el señor Frauscherf enviaría a su hijo —con un gesto de mano le invitó a caminar por los pasillos de aquel lugar.
—Uhm, lo que sucede es que mi padre no habla mucho de su familia, por lo demás, es algo propio en los alemanes; son hombres bastante fríos.
—Ya veo, ya veo.
— ¿Quieres un café? —preguntó Edwards deteniéndose frente al ascensor.
—Claro, vamos. Aunque preferiría salir a beber afuera, los cafés de ésta cafetería no me gustan del todo.
—Como gustes.
Después del primer encuentro Alex y Edwards se volvieron los mejores amigos dentro y fuera de la empresa. Ambos chicos eran de sangre liviana, por consiguiente, no fue difícil que ambos concertaran de maravilla. Fue una amistad que se fue dando poco a poco con el pasar del tiempo.
Las tardes que anteriormente él le dedicaba a su madre y familia se fueron minimizando con el pasar de los días. Ya no eran dos horas para la madre y el resto de la tarde con su esposa, no, ahora era eran dos horas en total que repartía en ambas casas y por las tardes se perdía con su compañero y amigo Edwards Frauscherf.
—Veo que ya tienes un amigo —soltó una tarde la madre mientras Alex traía una bandeja con dos tazas de café y galletas.
—No, mamá, para nada… —sonrió travieso—. Edwards es sólo un compañero de trabajo, nada más.
—Con que se llama Edwards, ya veo —cogió la taza de café para beber un poco de su tibio líquido— pero por aquel simple compañero de trabajo has decidido dejar a tu familia de lado, ¿verdad?
—Mamá… —Alex observó a una sonriente mujer con una mirada angelical. El sentimiento de culpa que se había creado al oír lo que ella había dicho se esfumó tan pronto la miró a los ojos, esa hermosa sonrisa dibujada en el rostro de su madre no era compatible con las frías palabras que salieron de sus finos labios carmesí—. ¿Por qué sonríes? —preguntó nervioso forzando una estúpida sonrisa ladeada.
—Porque es la primera vez que me hablas de un amigo.
Y era verdad, él estaba tan concentrado en ser el hijo perfecto que olvidó como hacer amistades. Sus “amigos” no eran más que conocidos  compañeros de clases que en algún futuro servirían de ayuda para sus negocios, más allá de eso, no le interesaba establecer relaciones con las personas.
—Me alegra mucho, en verdad, hijo.
 Alex se había dado cuenta hace ya un tiempo atrás, que su madre siempre esperó que él se comportara como un joven común y corriente. Él podía hacer lo que quisiera con sus tiempos libre, siempre y cuando respondiera con sus obligaciones diarias dentro de la empresa y núcleo familiar.
Así lo quería ella.
Y así lo hizo él.
Desde ese entonces, Alex y Edwards compartían juntos todos los viernes por la noche en algún Pub cercano a su trabajo, en donde se quedaban incluso hasta altas horas de la noche platicando ya sea sobre temas cotidianos, triviales o personales. Podían repetir algunas anécdotas, pero para ellos siempre sería como la primera vez que lo relataban. Realmente aquella amistad estaba dando buenos frutos, hasta que un día uno de ellos cruzó la fina línea que separa la amistad de algo más.

*

Un viernes después del trabajo, ambos chicos decidieron realizar la rutina que llevaban practicando hace ya un tiempo. Cada quien se dirigió a sus respectivos hogares y pasaron algo de tiempo de calidad con sus familiares. Alex jugueteó con sus hijos, pasó unos minutos con su esposa en la habitación matrimonial y luego entró al cuarto de baño para arreglarse y salir con Edwards. Realmente la estaba pasando bien. Tenía un amigo, un mejor amigo al cual contarle sus penas y alegrías, riñas y reconciliaciones.
Por otro lado, Edwards sólo llegó a casa para ducharse y arreglarse. No tenía una esposa con quien pasar el tiempo libre que le quedaba después del trabajo y mucho menos hijos que le alegraran las tardes; su familia vivía en otro lugar, su padre nunca mostró afecto para con él ni nada parecido. Estaba solo. Y un hombre solo necesita compañía. Tal vez no le importó que fuese de su mismo sexo, él sencillamente buscó con quién estar acompañado sin pensar en las consecuencias de sus actos.
—Trata de no llegar muy tarde, mañana es el cumpleaños de tu padre y debemos prepararnos para la celebración.
—Sí mi amor, no te preocupes —comentó sin importancia mientras se daba los últimos toques.
Después de todo, el cumpleaños de su padre no era una ceremonia importante para él, simplemente era un día más en el que se reunían algunos familiares —cercanos como lejanos— y trabajadores de la empresa para festejar los años viejos que cumpliría su progenitor. Una exagerada ceremonia dedicada a un hombre que no valía la pena, pensaba Alex.
—Trataré de llegar antes de las doce, ¿De acuerdo?
—Bien, te amo.
—También yo.
Finalizada la pequeña conversación entre ambos, Alex tomó su billetera y las llaves del auto que estaban sobre el velador. Al salir de la casa apreció la suave y tibia briza que corría aquella noche. Cuando llegó frente a su auto notó las prendas que vestía; lucía una camisa Burberry gris que hacían juego con su jeans Straight Leg de Calvin Klein, de corte clásico y con retoques modernos, muy ligero. Se veía bien y lo bastante provocador como para creer que se alistó para una cita con su novia.
—Soy un hombre casado… no debería ser tan coqueto —sonrió avergonzado. Entró al auto para encender el motor y ponerlo en marcha—. Las idioteces que digo —dentro del auto apreció una vez más su límpido rostro en el espejo retrovisor—. No sabía que podía llegar a ser tan vanidoso.
No era que fuese vanidoso, simplemente esa noche, por algún motivo, quería lucir perfecto.
El viaje en el auto fue tranquilo, apacible y bastante corto. Cuando llegó al punto de encuentro apagó el motor y echó algunos centímetros para atrás el asiento del piloto. Se quedaría dentro del coche hasta divisar la silueta de su amigo.
Para evitar que el aburrimiento lo absorbiera, Alex encendió el radio y puso el disco de su grupo musical favorito.
La música sonó por unos cuantos minutos, las diversas canciones que tocaron eran de una u otra forma muy especiales para él. Cada palabra que oía salir del reproductor era suficiente para hacerle poner la piel de gallina. Por alguna extraña razón anhelaba con todas sus fuerzas estar con Edwards. ¿Los amigos eran así? Durante varios minutos Alex cantó al ritmo de cada canción que sonada en el radio. Cantó con pasión. Una vez más el joven se sintió libre.
—Vamos, ¿por qué tardas tanto? —preguntó al aire al instante que estiraba su brazos para tocar el techo del vehículo y sentir con la yema de sus dedos la suave textura de éste.
Continuó esperando dentro del vehículo pensando en el por qué la tardanza de su amigo, él siempre había sido puntual, ¿por qué precisamente ese día tenía que llegar tarde? La ansiedad lo estaba carcomiendo. Abrió la puerta de su auto dispuesto a salir cuando a lo lejos divisó a un joven alto caminar en su dirección entremedio de algunas personas. Era un muchacho con una sutil boina negra —al más fiel estilo de Pablo Neruda—, llevaba puesta una camiseta del mismo color de la boina y sobre ella un suéter capucha Stone Island color gris —lo bastante jovial para acrecentar aún más sus encantos—, vestía un jeans a cintura baja con acabado Scrathchable, moderno pero a la vez clásico, y para finalizar y romper con aquel llamativo estilo, utilizaba unos tenis negros con franjas grises, sin duda una sensual combinación ante los ojos de Alex.
El atractivo joven alzó la mano en son de saludo y Alex de forma instintiva respondió realizando el mismo gesto.
— ¿Has estado esperado mucho tiempo aquí? —preguntó animado. Después de estar a una distancia apropiada se quitó, con suma cortesía, la pequeña boina de su cabeza.
— ¿Edwards?
— ¿Quién más?
—Perdón, no te reconocí —le examinó nuevamente pero esta vez sin censura. Disfrutó descaradamente de cada detalle que había frente a él.
— ¿Tan mal me veo?
—Para nada, te ves muy bien.
—Gracias —sonrió coqueto—. ¿Vamos?
— ¿Para dónde? —balbuceó aún atónito por lo que sus ojos apreciaban.
—A un bar que hay cerca de aquí.
—Pero —se volteó y señaló el auto tras ellos—. No puedo beber, ando en coche.
—Que mal —sonrió con mayor énfasis—. Aunque, podemos llevarlo al estacionamiento del apartamento en donde vivo. Allí le dejamos y nos vamos a beber algo suave al bar que está en frente, ¿te parece, Alex? Así no te desmoronaras.
—Tendría que ser algo suave, muy suave, diría yo.
—Sí, no te preocupes por ello. En caso de quedar en condiciones deplorables —sonrió eufórico— llamaré a un radiotaxi para que te lleve a tu casa, ya mañana te pasaría a dejar el coche.
—Bien, no hay problema —abrió la puerta del piloto para entrar en su auto, y con un gesto leve le indicó a Edwards que subiera por la otra puerta, la del copiloto—. Tú me dices cómo llegar a tu casa.
—De acuerdo. Yo te guiaré.
Con instrucciones sencillas Edwards logró guiar a su amigo hasta el departamento en donde él vivía hace ya más de un año. El departamento estaba ubicado en un lugar turístico, cerca de varios centros comerciales y algunos centros nocturnos. A pesar de los meses que ambos llevaban saliendo juntos, como amigos, ninguno conocía la casa del otro, siquiera se habían invitado para conocer, por último, a sus familias, nada. Quizás, ellos preferían mantener está amistad guardada como el más íntimo secreto que un hombre pudiese tener.
Cuando ambos bajaron del coche, decidieron, tras una breve discusión, subir al apartamento de Edwards para allí realizar la velada que tenían planeada. Subieron en silencio por el ascensor y no intercambiaron palabra alguna hasta llegar al piso en el que vivía Edwards.
—Es bastante amplio el pasillo de tu piso, y también muy elegante —comentó Alex una vez fuera del ascensor. Miró de un lado para otro como si fuera un niño pequeño en medio de la gran ciudad. ¿Los nervios? Tal vez.
Apreció las elegantes lámparas que colgaban en la pared de cada apartamento a lo largo del pasillo, una separada de la otra a una distancia prudente. El color de las paredes era de un tono caqui más o menos claro con algunos diseños en la parte inferior. Había que admirarla minuciosamente para apreciar el hermoso diseño que tenía plasmada la elegante pared del lugar.
— ¿Tú lo crees? —Edwards levantó la mirada intentando apreciar de la misma forma en que lo hacía Alex, claramente no consiguió visualizar nada atrayente o extraordinario. Sólo concibió ver una fría pared con algunos garabatos en la parte inferior—. Yo lo veo de lo más normal.
—Sí, tienes razón… es un pasillo común y corriente —respondió un tanto avergonzado, observó una vez más de izquierda a derecha y soltó un suspiro para preguntar aún más avergonzado que antes—; Y… ¿Cuál es tu apartamento?
—Es aquel —Edwards apuntó la última habitación a mano derecha.
—Perfecto, vamos entonces. Porque tengo sed.
Edwards sonrió ampliamente ante el comentario de su amigo y comenzó a caminar con las llaves colgando entre sus dedos, Alex le siguió sonriente. Platicaron brevemente sobre la empresa, recordaron algunos números, cálculos y gráficos que presentaron hace algunas horas atrás. La charla no duró lo suficiente, porque sinceramente, a ninguno de los dos le agradaba hablar del trabajo cuando estaban en su noche de amigos. El tema sólo duró lo que Edwards demoró en guiarle al apartamento y abrir la puerta para entrar al lugar.
Cuando la puerta se abrió, lo primero que pudo admirar Alex fue el enorme ventanal que daba en dirección a la ciudad; las luces de los altos edificios hacían contraste con el inmenso cielo que parecía caer sobre ellos. Las estrellas brillaban quedamente por las exageradas luces que tenía la ciudad, pero aun así la vista era magnifica. Alex entró sin esperar a la invitación de su amigo y se acercó eufórico a la enorme ventana. Apoyó su mano en el vidrio y visualizó a las cientos de personas que caminaban de un lado a otro.
Parecen hormigas, que gracioso —la inocencia que dejaba ver Alex ante Edwards era única. Siquiera él podía creer la actitud que adoptaba cada vez que se encontraban a solas. ¿Personas que parecían hormigas? Por favor, eso era lo que a diario veía desde su lugar de trabajo.
— ¿Te gusta? —inquirió Edwards cerrando la puerta tras él.
—Tiene una vista preciosa.
—Sí —Edwards comenzó a acariciar la suave pared en busca del interruptor, cuando sus dedos hicieron contacto con él lo presionó para encender las luces que tenuemente iluminaron el lugar—. ¿Qué quieres beber? —Preguntó mientras lanzaba las llaves encima de una pequeña mesa de centro—. Ponte cómodo, por favor.
—De acuerdo —Alex se sentó sobre el sofá de cuero negro—. Gracias.
— ¿Qué quieres beber? —repitió nuevamente desde la cocina. Él, mientras tanto, bebería una taza de café.
—Quisiera algo suave, para comenzar.
— ¿Un café?
— ¿Café? —Alex se volteó para mirar en dirección a la cocina—. ¿Vamos a tomar café? —preguntó un tanto confundido.
—Sí, sólo para comenzar.
Alex sonrió afablemente y se levantó de aquel reconfortante sofá para caminar a paso seguro en dirección a la cocina, allí apoyó sus codos sobre la hermosa cocina americana y admiró alegre a su compañero de noche quien preparaba tranquilamente dos tazas de café negro. Cuando Edwards levantó la mirada se topó con los ilusionados ojos de su amigo; ojos que no demostraban más que un sincero amor.
— ¿Te gusta beber café? —preguntó pícaro mientras acercaba la humeante taza en dirección a su compañero.
—Mucho. Más aún cuando es junto a la mejor compañía.
—Gracias por ese hermoso cumplido, Alex.
—De nada, amigo… —sonrió tímido mientras soplaba con cautela el vapor que provenía de su taza—. Me gusta.
— ¿Quién? —interrogó curioso después de haber dado el primer sorbo sin dejar de admirarle.
—Nadie. Hablo del café.
—Ya veo —soltó—. Pensé que te referías a mí.
— ¿Por qué a ti? —sonrió avergonzado—. Somos sólo amigos.
— ¿Sólo amigos? —Preguntó Edwards dejando el café en el olvido—. ¿Estás seguro de eso, Alex? —caminó en dirección a su compañero para acercarse lo más posible a él. Una vez frente a él quitó con cautela la tibia taza de café para dejarla a un costado sobre el mesón. Cogió el mentón de Alex para preguntar nuevamente—; Seguro que… ¿sólo somos amigos?
—No, Edwards, no lo estoy —soltó al fin, dejando escapar un suave suspiro, que a los oídos de Edwards fue un deleite.
—Entonces… —manifestó con decisión—. Es hora de comprobarlo.
Sin pensarlo dos veces besó los suaves labios color carmesí de Alex. Unos labios que deseó desde el principio, unos labios que provocaban en él hasta las más lúgubres fantasías. Los labios prohibidos de su mejor amigo; un hombre casado.
—No es correcto —susurró con un gestó de disgusto al momento de apartar a Edwards de su camino. Limpió sus labios con fuerza sin dejar de caminar en dirección al enorme ventanal.
—Lo siento —se disculpó un tanto avergonzado. –Nunca creyó que sus actos lo incomodarían—. Quizás debí pensarlo dos veces antes de actuar —especuló—. Lo siento —repitió arrepentido y desganado mientras le siguió hasta quedar a una distancia prudente de él—. Lo siento en verdad, yo no…
—Silencio —abordó—. No sientas nada —agregó cortésmente. Alex levantó la mirada avergonzado dejando ver en sus ojos lo nervioso que estaba en ese momento. Caminó minuciosamente hasta quedar lo más cerca de él para susurrar un tierno—; “Me gustas”. Pero no es correcto… —luego cruzó sus brazos por el alrededor del cuello de Edwards y sin previo avisó endosó un tierno beso en la mejilla de éste—. Pero me gustaría que lo fuera.



sábado, 1 de septiembre de 2012

Libros Que deberían estar en mi Habitación


Hola nuevamente! Aquí estoy después de mucho tiempo. No para actualizar pero sí para “rellenar” mí vacío blog.
Hace mucho tiempo atrás había pedido un libro en una biblioteca; un libro que se robó mi atención porque en la portada se podían apreciar cuatro hermosas piernas entrelazadas las unas con las otras. Cuando lo vi me enamoré, pensé de forma inmediata que eran dos hombres, pero al comenzar con la lectura noté que estaba equivocada, se trataba de dos chicas; dos amigas para ser exacta. Como en esos días —o tiempos— no me interesaba, para nada, leer cosas de chicas lo devolví. Ya luego, de dos o tres meses, me interesé de forma impresionante. Busqué ese libro por todas partes y no estaba, nunca más llegó a mis manos. Ahora me dedico a buscarlo por internet pero sin lograrlo, sólo me queda juntar moneda por moneda hasta lograr comprar el libro original.
Titulo : Dos Iguales
Autor : Cíntia Moscovich
Advertencias : Narrativa Erótica
Páginas : 232
Sinopsis : El amor exige expresión>>, reza el epígrafe de Dos iguales”, y esa frase, con la que concluye también el lirbo, preside esta historia, que precisamente relata una historia de amor entre dos mujeres, uno de esos amores que, en palabras de Oscar Wilde, no osa pronunciar su nombre.
La novela arranca cuando Clara, una adolescente, se siente profundamente atraída por su mejor amiga, Ana, y se sabe correspondida. La pasión que surge entonces, marcada por la perplejidad, el miedo y las dudas pero también por el descubrimiento de nuevos sentimientos y placeres, se añade el choque cultural, pues Clara pertenece a la comunidad judía de Porto Alegre, y ese amor no tarda en perturbar la estabilidad de su familia. Cuando Clara se sale de esos esquemas, se vuelve doblemente transgresora. Mientras Ana se autoexilia en París, Clara penetra poco a poco en los umbrales del mundo adulto, complejo y sutil, en Porto Alegre. Como una terrible maldición, el amor y el desamor, el acercamiento y la huida, acecharán siempre a ambas, en particular en los momentos cruciales de sus vidas.
Información complementaria
Dos iguales
Con esta idea, la de que aquello era un hecho consumado, subí las escaleras para ir a las clases de la tarde. Llegué con la mejor cara que pude. Era martes y tenía que terminar el pequeño periódico. Aninha se quedaría conmigo, me avisó tímidamente en cuanto me vio subiendo la escalinata que daba acceso a la escuela. Cuando sonó el timbre que anunciaba el final de las actividades del día, fuimos las dos a la sala de la asociación de estudiantes. Incapaz de articular una frase razonable, me coloqué ante la máquina de escribir. Recordé mi máscara: debía ser superior. No era capaz de mirar a mi amiga, me faltaba el valor. A pesar de sentirme acobardada, la ansiedad fue mayor y abordé el asunto:
Aninha, ¿qué está pasando? ¿Hay algo que no funciona entre nosotras?
A lo mejor hay algo que funciona muy bien, ¿quién sabe? ¿No te has dado cuenta todavía?
Odiaba aquellas respuestas-pregunta que ella pronunciaba con aire de superioridad. ¿Darme cuenta de qué? ¿Qué era lo que ella sabía y no me revelaba? ¿Cuál era ese gran misterio que su mente superior ya había desvelado? Me di la vuelta, con la artillería pesada preparada. Ella estaba de pie cerca de la puerta, cabizbaja. Vencida. Me miró en el alma, una mirada de dolor, una mirada de tregua, y entonces oí:
Clara, te quiero. No puedo resistirlo.
Lo comprendí. Napalm en mi corazón. Sin pensarlo siquiera, repliqué:
Yo también.
Ella aprovechó el segundo de susto que me provocó mi propia afirmación y, cobardemente, disparó:
¿Y ahora qué hacemos?
Cerró la puerta tras de sí y a continuación echó la llave. Me senté en el borde de la cama. No hacía ni media hora que habíamos estado jugando a las preguntas en la sala de la asociación de estudiantes. Increíblemente, fue ella quien puso término al dilema. Como yo no respondía lo que ella quería oír, cogió los libros y salió, diciendo que iba a pensar sobre el asunto. Puro teatro. Ni siquiera llegué a sentirme sola y ya la puerta se abría nuevamente. Aninha había vuelto. Como si fuese una actriz que tiene el privilegio de entrar en el camerino y cambiar de ropa y de expresión, como si fuese capaz de incorporar a otro personaje, ahora ella había transmutado el dolor del rostro en una expresión divertida:
¿Vas a hacer ahora como el perro que ladra hasta perder el aliento y que, cuando el coche se detiene, no sabe qué hacer?
No, no me iría con el rabo entre las piernas, no desistiría de ella. Yo tenía que saber, tenía que probar. Por eso, cuando me tiró de la mano, sugiriendo que la acompañase, cedí. Hasta hoy, no recuerdo cómo eché la llave a la puerta del local de la asociación de estudiantes. Cogimos el autobús con destino a la casa de la Rua Auxiliadora.
Fuimos, y allí estábamos. Aninha se sentó a mi lado en la cama individual. Me sujetó las manos con una dulzura que era de ella, que siempre había sido de ella. Me miró largamente, me miró intensamente con sus ojos verdes. Con la punta del dedo índice, dibujó el contorno de mi rostro, extendiendo allí la mano. Sentí el leve contacto, entendí que ella intentaba atraerme hacia sí. Mi amiga se acercaba y... me besaría. No opuse ninguna resistencia. ¿Por qué iba a resistirme? Cerré los ojos y sentí su olor, el olor bendito que jamás había sentido tan cerca. Me deleité con su respiración, su aliento muy próximo a mi rostro. Pero algo me ocurrió, se me pasó por la cabeza que no sabía cómo continuar.
¿Cómo iba a besar a Aninha?
Un mero detalle técnico. Hasta entonces yo sólo había besado a una persona en toda mi vida. Por cierto, había sido un chico al que ni siquiera conocía. Fue en una fiesta de largo. Vino hasta mi mesa, me invitó a bailar y me llevó a la terraza. Disimuladamente, pasó una mano por mis pechos y yo me dejé hacer. Sabía que él me besaría, y, de hecho, así fue. Yo le correspondí, procurando aprender cómo era aquello. Cuando sentí el volumen del interés del chico, me aparté. Me acordé de que los chicos decían que, cuando la cabeza de abajo se levanta, la de arriba no piensa. Me di cuenta de que era todavía peor, que cuando las bragas de las chicas se mojan, ninguna de las tres cabezas sabe lo que se hace. Antes del colapso de la última sinapsis de la última neurona, me disculpé y corrí hacia la seguridad de mi mesa. Pero eso, la historia de mi primer beso, no tenía importancia. Suavemente, el mundo perdía solidez en el breve momento que precedió a aquel beso, el beso de Aninha. Me invadió la idea de que besaría a alguien con sinceridad. Ella era mi primer amor. Lo intuía. Lo quería. Siempre con los ojos cerrados, entreabrí la boca aguardando el encuentro y sentí que me excitaba, que me excitaría todavía más, y fui feliz. Aquel primer beso fue minúsculo, sólo los labios se tocaron. No quería abrir los ojos, pero por nada del mundo me iba a perder la cara de mi amiga en aquel instante. Miré a Aninha, que, con los párpados levemente cerrados, inspiraba todo el aire de la habitación. Parecía que una nube de placer le entraba por la nariz y la poseía por entero. Besé a Aninha con voluntad, con deseo. La besé con amor. La abracé y la atraje hacia mí, queriendo su saliva, queriendo cada uno de sus poros. La quería cómo la quería entera, quería incluso su alma, si eso fuera posible. Recorrí los caminos de su rostro y de su cuello con la boca, sorbiendo, comiéndole la piel. En un instante las dos estábamos embriagadas, las manos paseando por los cuerpos, aturdidas por tantas y tantas prendas de vestir. Nunca hubiera imaginado que su piel pudiese ser tan suave. Ella era una fruta. Mi amiga se apartó de mí y se sentó sobre los tobillos, riéndose todavía de mi comparación. Se despojó de la blusa y el sostén, y los pechos saltaron blancos e inmensos. Los senos de Aninha, redondos, perfectos, me esperaban. La imité, me despojé de mis ropas. El éxtasis de la novedad nos paralizó por un instante, las dos admirándonos en la desnudez. Nos abrazamos, experimentando el placer de tocarnos con nuestra piel. Yo nunca me había acostado con nadie, y era totalmente consciente de que aquella sería, para siempre, mi primera vez. Nos quitamos los vaqueros, desnudándonos mutuamente. Las piernas de Aninha, robustas; el sexo de Aninha, oscuro. Se tendió a mi lado, pegando su cuerpo al mío, abrazándome con todos los brazos y las piernas del mundo, y lo que yo percibía era el algodón de que ella parecía estar hecha, así de blanca, así de leve. El contacto me deleitaba, era como si me rozaran todos los ángeles. No sabía qué vendría a continuación; sólo quería aprovechar aquella confusión de candor y desesperación. Aninha, los labios húmedos, me acarició los senos con una ternura de pájaro. Me estremecí, descubriendo escalofríos de placer. Imité esa caricia en ella, conmovida, amando aquellos senos con devoción. La abracé, descansando un instante en el busto de leche tibia. Se tumbó encima de mí, enlazó mi pierna derecha con las suyas y percibí, mojada y caliente, la excitación que yo también sentía. Enroscada en mí, apretándome como unas tenazas de fuerza desconocida, comenzó un movimiento de vaivén, rozando casi con ferocidad su sexo contra mi muslo, y supuse que así era como lo hacían dos mujeres. Aninha se masturbaba en mi pierna, la respiración alteradísima, llevándome consigo. Me sentí paralizada, el mundo entero estaba paralizado, y lo único que se movía era ella. Comprendí que yo podía hacer lo mismo, una de sus piernas estaba entre las mías. Repetí el movimiento sincopado y, de vez en cuando, recibía en la boca besos que eran, imaginaba, los vínculos con la divinidad. La vida me daba su aliento a través del hálito de Aninha. Ya me faltaba el aire y sentí que iba a correrme. Ella susurró que me calmase, que la siguiese; me decía qué tenía que hacer, y me pareció que su instinto y su intuición habían alcanzado el grado máximo de agudeza. Mi amiga buscaba saciarse y encontraba la calma. Yo, más impaciente, quería el orgasmo que estaba allí, muy cerca, acumulado en mi vientre, casi doliéndome en la barriga. Ella me pedía que todavía no, que recordase que yo no estaba sola, que estábamos por fin juntas y que no había que tener prisa. La escuchaba y entendía que la prisa es para los solitarios, para los que agonizan, aislados, sin el eco del placer. Creo que fue ella quien me dijo eso. Nunca entendí cómo Ana era capaz de hablar en un momento así, pero ella me decía que siempre había querido estar así y que siempre había pensado que teníamos que excitarnos juntas. El hecho de que ella estuviese conmigo no significaba tan sólo que yo no estaba sola, significaba que yo siempre había querido estar así con ella. También aprendí que el gran secreto era sentir placer en proporcionar placer. El placer se convirtió en una dádiva de vida. Yo la amaba, eso le dije, y Aninha me hizo callar con un nuevo beso, mientras continuaba el movimiento rítmico. Me miró, apoyada en las palmas de las manos, y me pidió que fuese consciente de que, en aquel momento, éramos dos mujeres amándose, y que jamás dos personas podrían ser tan iguales. No sé de dónde sacaba esas ideas, pero me ayudaba oírla, y oírla me excitaba aún más. Ella me hacía feliz. Balbució que me amaba. Cuando oí eso, me estremecí. La apreté contra mí todo lo que pude, mis pulmones se llenaron y no volvieron a vaciarse, todos mis músculos se robustecieron de un modo que se me antojó extraordinario. Aquél era el límite al que un ser humano podía llegar. Por un instante, sentí que estaba lejos de mí, y me vi a mí misma retorciéndome en espasmos de puro placer, mi vientre vaciándose en ondas. Traicioné a Aninha, no pude contenerme, me corrí antes que ella. Cerró los ojos, se mordió los labios en una expresión de sufrimiento, aunque yo sabía muy bien que no sentía dolor. Después supe que también había dolor, que el alma se obstina en escapar porque ya no quiere caber en el cuerpo, como en un rezo. Ella se retorcía, los pechos en mi rostro, el ritmo acelerado del movimiento. Aninha alcanzó el orgasmo en medio de un beso.
Con una diferencia de pocos instantes, nuestras almas se fueron y regresaron a nuestros cuerpos.

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