Los ojos de Daniel
Priscilla A. Novoa
Prologo
—
¡¿Crees es Dios?! —preguntó un hombre que vestía un traje militar apuntando su Carabina
M4 justo en el entrecejo de mi madre.
Yo
me ocultaba bajo la cama, tal cual me lo habían indicado segundos después de
oír a los hombres ingresar en la casa.
—
¡¡Vamos, mujer, responde!! —gritó con más fuerza al ver como mi madre,
completamente nerviosa, no respondía a su simple
pregunta.
—No
le haga daño, señor, por favor —rogó mi abuelo, quien estaba del otro lado del
cuarto. Sus ojos estaban hinchados de tanto llorar y su rostro completamente cubierto
de sudor frío—. ¿Qué desean de nosotros? Si quieren dinero, ahí tienen —apuntó a
un lugar en específico. Detrás del espejo de la habitación. Era allí en donde
mi padre guardaba el dinero que ahorraba para la familia—, tomen todo lo que
necesiten, pero, no le hagan daño a mi hija, señores se los pido —suplicó
quedamente al instante que sus rodillas tocaban el suelo y gateaba hasta quedar
a unos escasos centímetros de los uniformados.
—Calla,
anciano… —glosó inexpresivo uno de los tres hombres que estaba al lado del
único que manejaba un arma—. Nosotros no estamos aquí por dinero —le regaló una
sádica sonrisa y agregó—; estamos aquí por ustedes.
*
Cuando
era pequeño, mi madre solía contarme historias antes de dormir. Historias que
narraban la llegada de un salvador.
Un hombre que antiguamente había realizado la promesa de volver por aquellos que
siguieron al pie de la letra sus enseñanzas y mandamientos. Un hombre bueno que enviaría a sus ángeles a por
nosotros para llevarnos al paraíso y
en él no habría más dolor ni sufrimiento, sólo paz, amor y el disfrutar de la
vida eterna. O eso fue lo que me enseñó y explicó mi madre cuando yo tenía
apenas seis años.
Hoy
tengo dieciocho años y todo lo que oí, alguna vez acerca de Dios, me parece
completamente diferente a lo que veo hoy en día. Los ángeles que Él enviaría por nosotros nunca llegaron, más sólo se
puede apreciar a muchos civiles tras nosotros los “creyentes”. Si aceptas y dices; creo en Él; serás fucilado. Si
mientes y ocultas tu creencia en Él; serás fucilado. Si callas, serás fucilado.
¡Por todo lo que hagas serás fucilado! Todo eso es porque te atreviste un día a
decir; Yo creo en Dios.
Durante
los tres años que llevo escondiéndome de los militares que intentan acabar
conmigo y demás personas como yo, he aprendido muchas cosas y he conocido a un
montón de gente las cuales me han enseñado y ayudado bastante. Personas que con
el tiempo las llegué a considerar parte de mi familia y a otras como enemigos.
De todas ellas, al que puedo destacar enormemente es a Zacarías; un muchacho de
mi edad que conocí en una de muchas huidas a otros pueblos. Un joven por el
cual estuve dispuesto a dar la vida sin siquiera pensarlo dos veces.
Desde
aquí, contaré mi historia. Una historia que comenzó cuando yo tenía quince.
Eran mi cumpleaños y el cielo amenazaba con arruinar el día lanzando finas
gotas de lluvia. Aunque, sinceramente, la lluvia no fue lo que arruinó mi día.
*
Después
de que oyeron la respuesta de mi madre un tiro fue más que suficiente para
acabar con su vida. El cuerpo inerte de ella cayó justo enfrente de mis ojos y
sus labios me susurraron un “te quiero”
como último aliento. Mi abuelo desesperado intentó huir. Aquello le fue
imposible, los hombres que no tenían armas en sus manos le tomaron con fuerza y
arrojaron encima del catre. Sus gritos de dolor y desesperación por tales actos
de brutalidad fueron apagados por la misma pregunta que oí anteriormente.
—
¡¿Crees en Dios, hijo puta?! —cuestionó sin siquiera moverse de su lugar el
hombre con el arma en sus manos.
—
¡¡Dios!! —gritó mi abuelo escupiendo con fuerza contra el suelo. Era sangre—.
¡¡No señores, yo no creo en él!! —confesó sollozando—. Yo no creo en aquello a
lo que llaman Dios, señores.
—Ésta
mujer —el pie de uno de ellos patio el vientre de mi madre haciéndola rodar por
el suelo hasta quedar a unos cuantos centímetros de mi tembloroso cuerpo—… … ¿Es tu hija, anciano? —cuestionó perspicaz
mientras daba sonoros pasos dentro de la habitación. Rodeó el cadáver de mi
madre con pasos seguros, cuando llegó al lado de su cabeza se detuvo juntando
los pies y con un rápido movimiento golpeó los talones en un sonoro eco.
—S-s-sí,
señor —mi abuelo miró de reojos a su difunta hija y rápidamente desvió la
mirada en dirección de quién le estaba interrogando en ese momento—. ¿Por qué?
—se atrevió a cuestionar. Valiente, pensé.
—Porque,
si ella ha dicho “creer fielmente en su salvador”, ¿Por qué tú te atreves a decir
que no crees en Él? ¿Eh?
—Porque
era ella quien creía en Él, nadie más, señor —mintió descarado—. Era ella quien
se congregaba día por medio y era ella la que…
—Ya,
anciano, cállate —interrumpió fastidiado mientras se disponía a salir de la
habitación.
El
que había disparado contra mi madre ya había bajado el arma. Se encontraba en
el umbral de la puerta con ambas manos tras él y los pies muy separados. Había
adoptado una posición más relajada a la que tenía minutos atrás. Los otros dos
que estaban allí permanecieron callados. Lo habían echo desde que llegaron,
sólo miraban en dirección a la pared y le daban la espalda a la habitación. No
hacían nada más que eso.
—
¿Eran los únicos aquí?
—Sí,
señor.
—
¿Dónde está Julio, la cabeza de la familia? —cuestionó leyendo una libreta que
guardaba dentro de su chaqueta—. ¿Dónde está Nehemías, el hijo mayor, Rachel,
la hija de en medio? Y finalmente ¿Dónde está… —guardó silenció por unos
segundos, caminó hasta quedar a un lado de la cama y agregó finalmente—… …Daniel,
el último de tus nietos?
—Ellos
—tartamudeo—. Ellos… bueno, verán…
—No
te atrevas a mentirnos, David —amenazó enfadado caminando rápidamente en
dirección a mi abuelo—. Lo sabemos todo y ya sabes lo que sucede sino nos
gustan tus respuestas —finalizó con un chasquido de sus dedos.
El
único hombre con un arma, nuevamente tomó posición, y apuntó su Carabina M4 con
dirección a la cabeza de mi abuelo.
—¡¡No,
Dios mío!! —lamentó con fuerza cubriendo su cabeza con los brazos mientras se
dejaba caer en el suelo sobre su tembloroso cuerpo—. ¡¡Por favor, tengan piedad
de mí, señores, por favor se los ruego!!
—A
pesar de asegurarnos que “no crees en Dios” le mencionas constantemente, ¿eh?
—sonrió—. Vamos, David, sé sincero con nosotros —el hombre se agachó hasta
quedar a la altura de mi abuelo y muy sonriente apoyó su mano en el hombre del
anciano—. O nos dices dónde están tus familiares, o aceptas que en verdad sí
crees en Dios —miró con gracia a sus demás compañeros y estos le devolvieron la
misma sonrisa—. Tú decides, David. O les traicionas… o mueres.
Oh, la primera vez recuerdo haber leído más, ¡malvada!
ResponderEliminarNoté que ya escogiste un arma. ¿Cómo la escogiste?
Estaré esperando la conti.
Saluditos!
Seiren.
Jejeje al final terminé buscando todo sobre aquello, y me decidí.
ResponderEliminar:) espero te hayan gustado las dos historias n.n me hace feliz saber que ya las has leído. Un beso, hermosa.
Esto más que primer capítulo parece un prologo...
ResponderEliminarEspero la continuación!
Pero, ahí dice "Prologo".
ResponderEliminarSaludos, y algún día -estoy segura- publicaré el siguiente capítulo