La Homosexualidad vista
como una enfermedad crónica
Allison Novoa
Cuando era pequeño, un joven de no más de quince
años, me besó. Ese día sentí que algo dentro de mí despertó. Quizás un nuevo
sentimiento, quizás una nueva emoción o sensación. No sé realmente qué despertó
dentro de mí, pero mi madre lo llamó enfermedad. Desde ese día que me infecté
mi vida comenzó a tener un rumbo diferente, ya no todo me era igual a como lo
veía antes. Quizá era porque maduré, o porque realmente aquello provocó un enorme
cambio en mí. Después de todo, así funcionan las enfermedades ¿no? Cambian el
sistema inmunológico de las personas y provocan que estas sean más débiles ante
otros parásitos. Aquello me cambió profundamente, comencé a observar al mundo
con otros ojos; lo miraba con ojos de enfermo.
Dicha enfermedad no es de las que a todos les
gustaría adquirir. Es algo que muchas personas evitan, e incluso evaden el
simple contacto visual. Un padecimiento que a pocas personas les llama la
atención y esas pocas personas curiosas buscan a otros portadores para
contagiarse y así experimentar algo totalmente nuevo. Otros, cuando ya están contagiados, evitan de sobremanera
ser descubierto. Esto, de lo que estamos hablando ataca a hombres y mujeres de
diferentes edades, razas y religiones, las ataca a todas por igual, no respeta
nada, absolutamente nada y cuando ataca ¡Ataca!
Al
vivir uno con ella, uno mismo decide cómo afrontarla. Pero, los demás que te
rodean, también influyen en cómo uno debe aceptarla y llevarla a la vida diaria.
Es muy compleja y a veces nos obliga a tomar decisiones apresuradas, como el
suicidio.
Tenía
un amigo, que al igual que yo, fue contagiado por esto a lo que mi madre llamó
enfermedad. Julio tenía apenas catorce años cuando me confesó de su mal. Esa confesión
me pilló de sorpresa porque nunca esperé que él estuviera contagiado. ¿Habrá
sido mi culpa? Después de todo siempre estuvimos el uno cerca del otro. Aunque,
él no sabía nada de mi estado. Pero… nadie sabe cómo se puede adquirir dicho
parasito. Nunca supe si fui yo o no el causante de su contagio. Julio me contó
que hace ya más de dos años que llevaba escondiendo su orientación sexual
porque temía a que sus padres y cercanos le despreciaran por ser así como era.
Por elegir vivir infectado de algo no muy bien visto en ésta horrible sociedad.
—
¿Y por qué me lo has contado a mí? —pregunté confuso—. ¿No tienes miedo a que
yo te rechace como podrían hacerlo tus padres y/o cercanos? ¿Qué me hace tan
especial para guardar tremendo secreto?
—Tú
también eres gay.
Sus
palabras me habían tomado por sorpresa. ¿Cómo se dio cuenta de que yo era gay?
Siempre traté de ocultarlo para que nadie me dijera nada. Y sin pensarlo, de la
noche a la mañana, mi mejor amigo me rebela que siempre supo mi orientación
sexual.
—
¿Desde cuándo sabes que yo soy gay?
—Desde
siempre. Bueno, no siempre. Sino que… desde hace dos años más o menos.
—
¿Al mismo tiempo que te enteraste que tú eras gay…?
—Sí,
en ese mismo momento yo supe que tú también lo eras, creo.
—
¿Por qué?
—No
lo sé —levantó los hombros en un gesto despreocupado. Nuestra conversación,
para él, era de lo más usual.
Tampoco
sabía el por qué él sabía de mi estado. Ni tampoco sabía el por qué yo sabía el
estado de las demás personas sin siquiera preguntarles. Quizás es un don que
tenemos todas las personas, y cuando nos enfermamos o contagiamos de la homosexualidad ese sentido se hace más
agudo.
Quién
sabe.
Desde
ese día en que Julio y yo nos confesamos
y aceptamos el hecho de que ambos estábamos enfermos, comenzamos a salir. Íbamos de un lugar a otro,
siempre acompañándonos, nunca dejándonos solos porque así lo queríamos, porque
así lo decidimos. Compartíamos los mismos gustos; video juegos, comidas,
música, pasatiempos, estudios, hombres, etcétera.
—Sabes,
mi psicóloga dice que hay dos tipos de enfermedades
—comenté una tarde cualquiera mientras Julio y yo caminábamos por el Parque O’Higgins.
—
¿Enfermedades? —preguntó él observándome un tanto confundido.
—Sí.
Le llamo enfermedad porque así es como lo califica mi madre.
—
¿Tú mamá sabe…?
—
¿La tuya no?
—No,
claro que no. Me da miedo aún aceptarlo frente a ella. Y a todos en realidad.
Sólo lo sabes tú.
—Me
alagas —respondí risueño. La caminata continuó y al detenernos frente a un
sauce en medio del parque comencé, nuevamente, a contarle lo que mi psicóloga
había mencionado en la sección anterior—. Ella me dijo que hay dos tipos de
enfermedades, Julio.
—Oye,
pero ella así se refiere al tema,
¿como enfermedad?
—No,
ella le dice conductas.
—Entonces,
llamémosla así —propuso mientras cogía quedamente mi mano derecha para
invitarme a tomar asiento bajo el inmenso árbol—. ¿De acuerdo?
—Muy
bien —me senté junto a él y apoyé mi cabeza en su hombro—. Como te iba
diciendo, ella dice que puede manifestarse la homosexualidad a través de dos conductas: las respuestas innatas y
las respuestas aprendidas. Yo me considero uno de la especia innata. Es cuando sentimos que así llegamos
al mundo, que nadie nos hizo cambiar de idea, o al menos aso entendí según lo
que ella me platicó —mis mejillas se sonrojaron, sentí algo de vergüenza al
iniciar un tema de conversación que siquiera yo estaba seguro de haber captado
bien. Solté un suspiro y agregué muy temeroso—. Y tú, Julio ¿qué conducta o
respuesta crees ser? ¿La innata o la aprendida?
—Quizás…
—levantó la mirada en dirección a las ciento de hojas que protegían nuestros
rostros de radiante sol, que esa tarde brilló como ninguna otra—. No lo sé,
quizás sea el de respuesta aprendida —dijo
al fin. Su respuesta me descolocó por completo. ¿Por qué sería esa su respuesta?
¿Es que acaso era yo el responsable de su enfermedad?
Mamá siempre me dijo que el culpable, en mí caso, era mi primo Edgar quien me
besó cuando yo tenía siete años. Mi primo Edgar era el joven que,
supuestamente, me había contagiado y ahora era yo el que contagiaba a Julio, mi
mejor amigo.
Después
de oír su respuesta no sentí ganas de continuar con el tema que minutos atrás
había iniciado. Mi mayor temor era que un día él me culpara de su apresurada decisión.
Los
años fueron pasando lentos, de estación en estación, de problema en problema, y
aun así Julio y yo siempre estuvimos juntos, caminando de un lugar a otro,
aprendiendo de la vida y de nosotros mismo. Todo era una sorpresa. Inclusive
aquella que Julio me dio cuando ambos cumplimos dieciséis años.
—
¿Quieres ser mi novio? —preguntó una tarde equis camino a casa después de un
cansadora jornada de estudios.
—
¿Qué? —respondí a su pregunta con otra. No podía creer lo que me decía. ¿Ser su
novio? ¿Cómo? Eso sería prácticamente imposible.
—Eso… ¿te gustaría ser mi novio? —se detuvo y cogió
mi mano, así como siempre lo hacía, entrelazando sus dedos con los míos y
acariciando la palma de mi mano con su pulgar.
—No
lo sé —respondí inseguro. Cogí su otra mano para entrelazar, de igual forma,
nuestros dedos. Levanté la mirada y allí estaba la de él. Me observó con pasión
y yo no supe cómo responder a ello—. No lo sé, Julio. Yo estoy en terapia hace
ya más de cuatro años. Se supone que debería mejorar, no empeorar.
—Pero,
tú aún no entiendes que esto no es una enfermedad.
—Mi
madre dice que…
—Tú
madre está errada. Ella no sabe lo que dice.
¿Cómo
saber si ella estaba bien o no? El Padre Juan me dice exactamente lo mismo que
dice mi mamá. Que mi enfermedad se curará con la terapia que estoy recibiendo
de mi psicóloga. Aunque, ya hoy tengo dieciséis años y nada ha cambiado, sólo
me ha ayudado a confirmar que mis gustos y atracción por los hombres son muy
reales y lo bastante latentes como para hacerme creer y confirmar que sí soy
gay.
—Dame
un tiempo.
—Todo
el que quieras. Yo esperaré a por ti.
—Gracias,
Julio… de verdad muchas gracias.
Y
así fue. El tiempo que él acepto esperar por una respuesta a su confesión fue
de dos años. Dos años en los cuales yo continué con mis terapias y él continuó
con su vida. Cuando cumplí los dieciocho años él y yo fuimos pareja
formalmente. Tomé la difícil decisión una vez que mi psicóloga me dijera,
después de varias indirectas, que yo era libre
de elegir a quien quisiera, sin prejuicio alguno, sólo amor.
—
¿De verdad? —preguntó Julio cuando acepté su petición, la cual fue efectuada
por milésima vez un sábado por la noche.
—Sí,
Julio, de verdad. Quiero ser tu novio, quiero que ambos vivamos una vida plena
el uno con el otro. Quiero estar contigo el resto de mi vida porque sé que te
amo y que tú me amas a mí.
—No
sabes lo feliz que me hace oír todo eso, Esteban. Sinceramente me haces el ser
más dichoso que pudiera existir.
Desde
esa noche Julio y yo comenzamos nuestra relación de pareja homosexual. Fueron
los mejores años de mi vida. Fui aprendiendo a conocerle cada vez más. Noté los
pequeños gustos propios que tenía Julio. Esos caprichos que sólo él sabía que
tenía y no dejaba que nadie más los conociera. Aprendí que nuestra enfermedad
puede ser plena si ambos aceptábamos el hecho de que éramos diferentes al resto
de las personas pero a la vez teníamos los mismos derechos que ellos porque al
final de cuenta éramos iguales al resto del mundo.
Igualdad,
lo llamaba mi psicóloga. “Dejar vivir al
resto”, decía Julio. Y era eso lo que ambos queríamos. Que nos dejaran
vivir como a nosotros nos pareciera mejor.
—Esteban…
—Julio me había llamado a las cinco de la tarde por teléfono. Era invierno y
llovía.
—Dime…
—
¿Puedes venir ahora a mi casa? Por favor.
—Sí,
claro no hay problema —me detuve un momento y esperé a que él dijera algo. Al
no hacerlo agregué un tanto preocupado—. ¿Sucede algo?
—No,
claro que no. Bueno… no sé.
—Explícate,
por favor —agregué aún más nervioso.
—Mis
padres… —guardó silencio. Luego soltóa un largo y cansador suspiro. Sentí mi
respiración desecar al momento que mis palpitadas se iban acelerando cada vez
más a causa de la larga espera. Fue algo desesperante, hasta que Julio comenzó
a hablar nuevamente con un tono de voz un tanto más calmada—. Quiero decirles a
mis padres sobre nuestra relación y mi orientación sexual, Esteban —aquello me
había descolocado. Es decir, siquiera mi madre sabía nada de lo nuestro. No
podía estar por ahí contándole a los demás lo que yo era o no, o con quién
pretendía compartir el resto de mi vida. Simplemente no podía—. Y me gustaría,
más que nada en el mundo, que tú estés allí conmigo.
—No
puedo —respondí sin siquiera detenerme a pensarlo. Julio no dijo nada, sólo
guardó silenció, tragó saliva para luego oírme atentamente—. Perdóname. Pero no
puedo decirles eso a tus padres… no soportaría ser juzgado.
—No
lo serás…
—Tú
no sabes eso… ¿qué pasa si ellos le dicen a mi madre?
—Lo
afrontaremos juntos…
—
¡No! —grité exaltado—. ¡No podremos afrontar nada si mi madre está en contra!
¡No soportaría saber que ella también me discriminaría después de saber lo que
soy!
—Esteban…
por favor.
—Perdóname,
Julio, pero no puedo acompañarte en esto. Es tú decisión y será mejor que lo
afrontes solo, porque yo no he elegido decir ni confesar nada a nadie.
—De
acuerdo, Esteban —expresó un tanto desanimado—. Espero hablemos más tarde, y no
te irrites tanto que te hará mal —añadió un poco más alegre para luego
finalizar junto a una sonrisa telefónica, un tierno y añorado—; Te amo.
—También
yo —declaré segundos después de oír y analizar lo que él me había dicho.
Siquiera supe si Julio había oído lo que dije. Demoré demasiado y él tono de
cortado había comenzado a sonar repetitivamente en mi oído. Me quedé por varios minutos allí, de pie con
el teléfono en la mano apoyándolo sobre mi oído oyendo sin para aquel molesto
sonido.
Miré
por la ventana y aprecié el lúgubre panorama. Finas gotas de agua lluvia
reventaban contra los cristales. Colgué el teléfono y me acerqué hasta el
inmenso ventanal para apoyar en él mis manos. Cuando la fría ventana hizo
contacto con mi piel sentí, inmediatamente, un intenso escalofrío acompañado de
unas incontrolables ganas de llorar. Quería llorar porque sentía que algo me
hacía falta. Sentí que le había fallado a Julio y a nuestra relación. Sin poder
soportar el peso de la culpa me dejé
caer al suelo. Caí de rodillas dejando escapar de mis ojos las doloras gotas de
agua que se asimilaban a la lluvia. Fue absolutamente extraño todo lo que
estaba pasando. Era como si estuviese en un sueño. El cuerpo me pesaba, las
manos me temblaban, los ojos no dejaban de derramar lágrimas, más mi respirar
era dificultoso. Un intenso mareo se apoderó de mí.
—
¡Esteban! —oí el grito de mi madre provenir desde el pasillo—. ¡¿Qué te sucede,
hijo, responde?!
Mi
madre trataba de sostenerme entre sus brazos pero le era prácticamente imposible.
Mi cuerpo no respondía, el intenso mareo se agravaba cada vez más, sentía que
desfallecería en cualquier momento sino hacía algo para remediarlo. Y ese
momento llegó en un abrir y cerrar de ojos. Me habías desmayado sobre los brazos de mi
madre. Cuando logré abrir mis ojos me encontré bajo la angustiante mirada de
mis padres.
—
¿Qué sucedió? —pregunté mientras tomaba asiento. Mi madre me lo impidió.
—Te
desmayaste. No sabemos el por qué —colocó sus frías manos sobre mi frente y
agregó algo más calmada—; por lo menos ya no tienes fiebre.
—
¿Cuánto tiempo estuve desmayado? —consulté algo avergonzado. Mi padre me
observó ya más aliviado pero sin dejar de lado su rígida posición que tanto le
caracterizaba.
—No
mucho. Sólo fueron unos siete u ocho minutos, no más.
—
¿Quieres que venga el médico? —ofreció mi madre cogiendo el teléfono para
llamar al vecino.
—No,
mamá. Estoy bien. Sólo fue un bajón.
—
¿Tienes hambre? ¿Has comido?
—No
he comido nada aún.
—Por
eso, mi amor… —suspiró más aliviada—, ahora te traeré algo.
—No
es necesario… —dije cabizbajo pero sin ser escuchado.
—Espérame
aquí que iré a la cocina a preparar algo de comer.
Mamá
se levantó de la silla que estaba frente al sillón en donde yo me encontraba
descansando y caminó en dirección a la cocina en donde se perdería por varios
minutos pensando y preparando algo para comer. Papá continuaba mirándome sin
decir ni una sola palabra. Y por primera vez en la vida lo agradecí,
sinceramente, no quería hablar de nada en esos momentos. Sólo quería saber de
Julio.
—
¿Qué sucedió? —preguntó de la nada.
—
¿A qué te refieres?
—
¿Por qué llorabas? —tomó asiento en la silla que anteriormente ocupaba mi
madre—. ¿Le ha sucedido algo a tu amigo? A Julio.
—No,
papá… no le ha pasado nada —continuó observándome y eso me incomodaba cada vez
más. Quería seguir llorando pero me era imposible hacerlo si él me estaba
mirando.
—Te
amo —soltó sin más y cruzó sus brazos por alrededor de mi cuello, con suma
delicadeza me acercó a él para acariciar mis cabellos como si de un niño me
tratase—. Siempre te amaré, Esteban. Sea lo que seas yo siempre te amaré.
—Papá…
—fue lo que alcancé a pronunciar antes de echarme a llorar como un infante
sobre su pecho—. ¡Perdóname, perdóname! —sollocé mientras apretaba con todas
mis fuerzas la camisa que él llevaba puesta. La arrugué, la mordí la humedecí.
Y él no me dijo más nada, sólo se preocupó de abrazarme con mucha fuerza y
despeinar mis finos cabellos—. Perdóname, papá… de verdad perdóname.
—No
hay nada que perdonar, hijo —fue lo que dijo para seguir con aquel fuerte
abrazo. Permanecimos así hasta que mis gemidos dejaron de hacerse notar y al
fin las palabras pudieron salir con fluidez.
—
¿Tú ya lo sabías, papá? —pregunté temeroso. Aún no estaba seguro si nuestro
tema de conversación era el mismo.
—Sí
—respondió, impidiéndome así saber qué era lo que él ya sabía de mí.
—
¿Desde cuándo? —pregunté un poco más astuto.
—Eres
mi hijo, yo sé cosas que tú siquiera sabes que sé. Esteban, tu orientación
sexual no te hace una persona diferente al resto.
—Pero
mamá…
—Tu
madre está errada, hijo —recordé a Julio, las palabras de mi padre fueron
exactamente las mismas que Julio me repitió a lo largo de nuestra relación. Un
hombre riguroso de cabello corto y oscuro, un militar de alto rango que siempre
entregó honor a su patria y ésta le devolvió con el respeto que merecía. Un
hombre de cuerpo esculpido, de una tersa piel morena. Ojos negros y una siempre
fría sonrisa triunfante. Ese era mi padre. Un hombre diferente a mí en todos
sus ámbitos, pero aun así, el único en la familia que logró comprenderme a la
perfección.
La
conversación culminó cuando mamá se acercó a nosotros con una pequeña bandeja y
sobre ella dos platos de comida. Mi padre me miró de reojos y guiñó un ojo con
picardía.
—Después
seguiremos platicando —sonrió de manera fraternal y yo correspondí a su cándida
sonrisa devolviéndole una más serena.
—Sí,
papá.
—
¿Ya conversaron? —me observó emocionada—. ¿Estás mejor, mi amor?
—Sí,
mamá. Mucho mejor.
Una
sonrisa se dibujó en el rostro de mi madre, la felicidad de saber que su hijo
se sentía mejor era notoria. Se puso de pie, luego de entregar la bandeja y se
retiró para dejarnos solos nuevamente. Observé a mi padre y él me miró a los
ojos. Complicidad fue lo que entendí.
Comenzamos a comer un tanto más tranquilos aunque
yo aún me sentía mareado y bastante preocupado. No sabía realmente qué era lo
que me incomodaba. Sólo sabía que debía enterarme de cómo estaba Julio. Él era
el motivo de mi angustia. O quizás, no era angustia lo que sentía, sino más
bien alegría. Quería llamar a Julio
para contarle lo sucedido. Quería contarle la aceptación de mi padre y quería
decirle que deseaba con todas mis fuerzas estar con él en ese momento tan especial para ambos. Ese momento en
el que le diríamos a su familia que nos amamos desde hace ya mucho tiempo.
—Nunca
debí dejarlo solo —susurré. Mi padre me observó y alcanzó el teléfono.
—Llama
a quien tengas que llamar.
—Sí,
papá.
Marqué
el número de Julio y allí permanecí tranquilo con el auricular pegado al
rostro. Sentía que el corazón se me saldría. Estaba ansioso, desesperado.
Anhelaba hablar con él. Pero la llamada nunca entró. Su celular estaba fuera de
servicio, quizás apagado. Decidí marcar a su teléfono fijo. Allí, nuevamente,
esperé a que alguien me contestara. Y nadie lo hizo.
—No
contestan.
—Tal
vez salieron a comprar.
—Ojalá.
Me
levanté del sofá y dejé el plato con comida sobre la mesa de centro. Estiré mi
cuerpo y decidí subir a mi habitación para lograr descansar en mi cama, pero,
antes de eso, tomaría un baño. Mi padre, con un ademan, me dio la autorización
para dejarlo solo en el living. Besé su mejilla y subí directo a mi habitación.
Una
vez dentro cerré la puerta con seguro, y cogí mi celular para comenzar a marcar
el teléfono de Julio. Nadie respondía. Esperé media hora, una hora, dos horas,
cinco horas y seguí insistiendo. Nadie respondió nunca más aquel número de teléfono.
Nunca más.
Dos
días más tarde me enteré del por qué.
—Estamos
hoy reunidos para despedir a nuestro querido amigo Julio…
—
¡No, por favor no! —gritaba una desconsolada madre mientras dos hombres la
sujetaban con fuerza de sus hombros para que ella no se arrojara sobre el
ataúd, lugar en donde el cuerpo de mi novio descansará el resto de la
eternidad—. ¡Mi hijo, quiero a mi hijo de vuelta, devuélvanmelo!
—En
el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, amén.
¿Qué
fue lo que sucedió? Nada complicado, sólo algo triste y lamentable. No crean,
por favor, que él se quitó la vida. Eso nunca, Julio era un luchador y amador
de la vida. Jamás lo vi triste, todo lo contrario, él siempre era quien me
animaba a salir adelante. El motivo de que su vida llegara a su fin fue otro.
Miguel,
su hermano mayor me visitó una mañana para contarme lo sucedido.
—Mi
padre le ha matado… —fue así como decidió dar inició a la más terrible noticia
que uno pueda recibir en la vida.
—
¿Qué…? —pregunté atónito. Mi respirar se detuvo al igual que mi corazón. Lo
único que pude sentir fue un vacío en mis oídos acompañado de unas terribles
ganas de vomitar.
—Sí.
Papá enloqueció ante una desagradable declaración por parte de Julio. Y aquello
le ha costado la vida, Esteban.
—No
puede ser… —balbuceé—… ¿cómo ha sido eso posible…?
—Le
ha golpeado en la cabeza —guardó silenció. Tosió un poco para aclarar su
garganta y continuó—, lo hizo de forma reiterada, Julio murió al primer golpe,
Esteban.
—
¡Dios mío! —exclamé aterrado.
—Mi
padre… o mejor dicho, Darío, ha sido detenido por la policía. Y yo mismo me
encargaré, como el abogado que soy, de que él permanezca de por vida en la
cárcel… —Miguel Continuó hablando, yo no oí nada de lo que dijo después. Sólo
oí, nuevamente, cuando él mencionó algo de saber lo nuestro.
—
¿Te lo ha dicho él?
—Sí,
Esteban…
Esa
tarde lloré como ninguna otra. Mi madre se preguntaba el motivo de mis lágrimas
y mi padre sollozaba junto a mí.
—
¡Devuélvanme a mi hijo! —gritó la madre por enésima vez haciéndome volver de
mis vanos recuerdos—. ¡Tú! —me apuntó con el dedo y me observó amenazadoramente—. ¡¿Qué haces
aquí maldito maricón?!
—
¿Qué? —su extraña reacción me descolocó, no sabía el motivo de sus insultos, ni
el por qué me miraba con tanto rencor.
—
¡Devuélveme a mi hijo, bastardo…! —se soltó del agarre de los hombre y se
abalanzó en contra de mí. Rasguñó mi rostro y cuello sin dejar de lanzar golpes
contra todo aquel que se nos acercará—. ¡Tú lo mataste! ¡Tú mataste a mi hijo,
maldito maricón! —continuó gritando hasta que un hombre le tapó la boca y la
apartó de mí.
—Perdón,
muchacho, está algo alterada. No sabe lo que dice —y sin esperar a que yo
reaccionara se marchó llevándose con él a la confundida mujer. Yo sabía el por qué ella me acusaba de matar a su
hijo. Ella se enteró que yo estaba enfermo. Ella tenía claro que por mí culpa
su hijo tuvo que pagar el alto precio de la felicidad
errada. Ella sabía muchas cosas que yo quería evitar.
Mucho
tiempo después continué haciéndome la misma pregunta de siempre. ¿Por qué
motivo eras gay, Julio? Me dijiste que fue por la “respuesta aprendida”. Pero no me dijiste de quién lo aprendiste.
¿Fui yo el responsable de que hayas muerto a causa de una enfermedad incurable?
¿Fui yo el que te contagió? Sea cual sea tú respuesta, Julio, nunca la sabré.
¿Sabes el por qué? Porque te abandoné. Cuando más me necesitabas yo te dejé
solo. No fui capaz de cumplir mi propio cometido, el de no abandonarte nunca,
porque llevar el peso de todo esto es terrible. Perdóname por eso y por muchas
cosas más, Julio. Perdóname.
—Te
amé, te amo y te amaré por siempre, amigo.
—
¿Nos vamos?
—Claro
—dejé caer una flor roja sobre su tumba y me alejé, cogiendo la mano de mi
novio.
Han
pasado veinte años desde tu muerte, Julio y aún no puedo decirle a otro hombre
que lo amo. Soy un imbécil, lo sé. Pero así soy yo y no puedo hacer nada contra
eso. Llevo treinta y ocho años de mi vida con una enfermedad que me ha hecho
ver el mundo de otra forma, una enfermedad que nadie desea, una enfermedad
Julio, que todos discriminan, una enfermedad… que por muy terrible que sea doy
gracias por tenerla. Que de no ser por ella, yo no hubiese tenido jamás la
oportunidad de haber amado a un chico llamado Julio.
Fin.